Conocer lo que fue la batalla jurídica y judicial de la Vicaría de la Solidaridad bajo la dictadura puede tener un profundo significado en el plano formativo: su accionar debe importar al Poder Judicial, las Escuelas de Derecho y a todas las personas de bien.
Para comprenderla, lo primero es repasar muy rápidamente cuál era la situación del país.
Pocas semanas después del Golpe de Estado, comenzó el hallazgo de cadáveres en los ríos y en la costa del país. También, se conocen los primeros casos de tortura y testimonios de brutales allanamientos a las poblaciones.
Entonces la Junta militar gobernaba mediante “bandos” militares. Se había declarado un inusitado “estado de Guerra”, en que solo existía una fuerza armada calificable de “beligerante”.
En la trama política del primer año, destaca la asunción de Pinochet como “Jefe Supremo de la Nación” y luego “Presidente de la República”, ungido con la banda presidencial por el presidente de la Corte Suprema, Urrutia Manzano (27 de junio y 16 de diciembre de 1974, respectivamente), que encarnó el rol obsecuente que cumpliría durante toda la dictadura el Poder Judicial.
¿La Academia? Todas las universidades fueron intervenidas con “rectores delegados”, la gran mayoría de las autoridades académicas debió renunciar y miles de docentes fueron expulsados.
De la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile era Decano, en 1973, don Máximo Pacheco Gómez, quien fuera expulsado de la Universidad por el Decano Hugo Rosende, que fue ministro de Justicia de Pinochet. Don Máximo fue uno de los fundadores de la Comisión Chilena de Derechos Humanos.
En el contexto legislativo, con el Congreso Nacional clausurado, sobresale el decreto ley N° 778, de 1974, en virtud del cual “los decretos que puedan ser contrarios a alguna norma de la Constitución Política del Estado tendrán el efecto de modificarla”, con lo cual desapareció todo vestigio del Estado de Derecho.
En el ámbito de la represión política, con todos los partidos en la ilegalidad, en 1976, concluido el exterminio de la dirección del MIR, la DINA se centró en los partidos Socialista y Comunista e hizo desaparecer a sus direcciones políticas.
El caso de los 119, en 1975, el cuerpo de Marta Ugarte, devuelto por el mar en Los Molles, en 1976, y en 1978, el hallazgo de los cadáveres desprendidos de los hornos de Lonquén confirmó la sistemática práctica criminal de la desaparición forzada.
La acción del Comité Pro-Paz y de la Vicaría
Ante ello, no fue la comunidad académica, ni el Colegio de Abogados, sino la Iglesia, que creó en Santiago el Comité Pro-Paz, antecesor de la Vicaría de la Solidaridad.
En esa época no había abogados de derechos humanos, lo cual explica que el grupo inicial del Comité fuese en gran parte, gente exonerada de la Administración Pública como Marcos Duffau y Hernán Montealegre, ambos de la Cancillería o José Zalaquett, de la Corporación de la Reforma Agraria, y también egresados de Derecho, a algunos de los cuales nos negaban tal calidad de egresados, por razones políticas, como fue mi caso, o que habían sido expulsados de la Universidad, como Álvaro Varela, expresidente del Centro de Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.
Bajo la batuta de José Zalaquett, ese primer equipo distribuyó el trabajo: un grupo a cargo de las defensas en consejos de guerra y otro de los recursos de amparo.
Desde un comienzo fue claro que los tribunales habían abdicado de su facultad de hacer efectivo el habeas corpus: bastaba que el gobierno dijese que la persona estaba detenida en virtud del estado de sitio, o bien, que negase la detención, para que sin mayor indagación el recurso fuese denegado.
A octubre de 1974, de 2.500 recursos presentados, solo tres habían sido acogidos. También, la Corte Suprema rechazó de plano las primeras solicitudes de designación de un ministro en Visita para investigar la desaparición de personas detenidas (solicitudes de 28.05.1975 y 04.07.1975)
Solo La conmoción pública del hallazgo de Lonquén obligó a la Corte Suprema a la designación de un ministro en Visita, el juez Adolfo Bañados, quien logró esclarecer la verdad, pese a lo cual la justicia militar mantuvo por casi cuarenta años en la impunidad a los autores, quienes hoy sí cumplen condena.
La Vicaría de la Solidaridad no dejó un solo día sin presentar recursos de amparo por los detenidos.
Al cierre de la Vicaría, sumados a los del Comité Pro-Paz, llegarían a 30.029 los habeas corpus. A estos se sumaron inicialmente las denuncias por presunta desgracia y luego, mediando la autorización del Cardenal Silva, cientos de querellas “contra quienes resultasen responsables”.
La Vicaría ideó nuevas modalidades del habeas corpus que quedaron inscritas en la historia de esta institución jurídica, como fueron los recursos de amparo contra una detención prolongada o la incomunicación indebida, los recursos de amparo “preventivos” en casos de personas que sufrían seguimientos o amenazas, más tarde en favor personas relegadas a apartadas localidades del país y, por cierto, los habeas corpus por las personas impedidas de vivir en la patria. Se presentaron también recursos de amparo colectivos y, debido al incremento de los “detenidos desaparecidos”, se realizaron presentaciones a la Corte Suprema en 1974, solicitando instrucciones generales para proteger los derechos humanos. Todo sin resultado.
Simultáneamente, continuaron las defensas ante los tribunales de guerra, a las cuales se sumaban otras en nuevos procesos, y “la presión sin desmayo sobre la Corte Suprema (…) para que accediera a revisar los fallos de los tribunales militares de tiempo de guerra”.
¿Cuál fue el sentido de nuestra actuación jurídica?
Había quienes hablaban de “esos locos del Comité Pro Paz o de la Vicaría” que litigaban sabiéndose de antemano derrotados. Álvaro Varela relata que teníamos habitualmente veinticinco o treinta recursos de amparo en tabla” y “alegatos simultáneos en las siete salas” de entonces. Pero el equipo jurídico sabía que, junto con servir en algunos casos para salvar vidas, el recurso de amparo importaba mucho al compareciente como constancia de una denuncia oficial.
Con todo, las principales razones de esta porfía fueron las siguientes: En primer lugar, persistíamos en el empeño por una cuestión de principios: deber profesional de ejercer la acción judicial. En segundo lugar, porque los expedientes de los recursos y querellas constituirían una documentación histórica fidedigna de las violaciones de derechos humanos, lo cual quedó demostrado en el trabajo de las Comisiones Rettig y Valech. Y, además, nos formábamos se formaba convicción de la trascendencia histórica del trabajo que serviría en el futuro para mantener vivo el recuerdo de estos años, no con el ánimo de venganza, sino con la finalidad de la no repetición”. En tercer lugar, persistíamos, porque el procesamiento y análisis de toda la información emanada del seguimiento de los casos, que incluía lugares clandestinos de detención e iba constituyendo a la Vicaría en un virtual organismo de contrainteligencia, permitiría, como permitió efectivamente, reproducir muy fielmente los planes de exterminio de la DINA y la represión de la CNI, y sus estructuras operativas. En cuarto lugar, persistíamos, porque en nosotros crecía la conciencia de que la denuncia de las situaciones más severas iba “creando una suerte de cerco moral en torno a las instituciones estatales receptoras” de esas acciones.
Para lograr todo esto, el trabajo jurídico de la Vicaría debía revestir tres características irrenunciables: Primera, que nuestra acción debía enmarcarse en la legalidad vigente, incluida la normativa generada por la dictadura, “puesto que el desconocimiento de dicho ordenamiento y la eventual acción ilegal de la institución habrían conducido a un enfrentamiento con la dictadura, cuyas únicas víctimas habrían sido los destinatarios de nuestra tarea humanitaria”. Pero, a la vez, segunda característica, definíamos la tarea como “defensa persistente e intransigente”, por cuanto, ese rol de interpelar al Estado debido a las violaciones de Derechos Humanos excluía el camino de la <diplomacia privada>, del compromiso”. Y, tercera característica, el apego estricto a la verdad. Era exigencia absoluta no errar en la denuncia. Ello nos obligaba al máximo rigor en la denuncia y en el análisis de las modalidades de la represión. El escrúpulo en ceñirse solo a la verdad comprobada, que hizo de la Vicaría de la Solidaridad una entidad cuyas denuncias jamás pudieron ser desmentidas, era motivo de orgullo de sus trabajadores. “Lo que hace la dictadura es suficiente -decíamos- como para tener que exagerar siquiera un poco en las denuncias” (Declaraciones de Alvaro Varela, en Hau, Boris, p.35).
Todo ello tuvo consecuencias históricas palpables.
Es una verdad verificada que la gesta jurídica del Comité Pro Paz y la Vicaría de la Solidaridad sentó las bases de la Justicia Transicional en nuestro país.
Lo que recogió, sistematizó e informó la Comisión de Verdad y Reconciliación, y luego, el desarrollo de procesos judiciales que han sido fundamentales para esclarecer muchas violaciones de derechos humanos y también para lograr sanciones penales en una cantidad relativamente importante de casos, se debe en primer lugar, a los familiares de las víctimas, que fueron la fuente activa de información y denuncia pública, en su incesante búsqueda de la verdad.
Ese progreso permitió al Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas afirmar, en 2009, que Chile había avanzado bastante en materia de verdad, justicia y reparación, aseveración que fue reiterada en el examen periódico universal de 2013. Por ello también, en 2014, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de Naciones Unidas señaló que “Chile es quizá el país con la más completa respuesta judicial respecto a las graves violaciones a los DDHH, incluidas las desapariciones forzadas”. Sabemos que esos avances no han sido plenos ni sostenidos, pero sí han sido decisivos para el progresivo esclarecimiento de cientos de casos, desde que el Presidente Aylwin envió a la Corte Suprema el texto del Informe Rettig y aprovechó la oportunidad para pedirle que se activaran las investigaciones.
En cuanto a las comisiones Valech, cuya información también provino de la Vicaría y de otros organismos de Derechos Humanos, como el Codepu y el FASIC, inicialmente no significaron ningún aporte a la justicia penal, debido a que se estableció el secreto de los antecedentes por cincuenta años, pero, desde que a fines de 2015, las víctimas pudieron rescatar sus testimonios, el acervo de esas comisiones ha ejercido gran influencia, no tanto en la justicia penal, pero sí en los juicios civiles de indemnización de perjuicios por los daños inferidos a las víctimas de tortura.