En enero de este año, se tuvo conocimiento de una denuncia de violación, vivenciado por una menor de 16 años en Inglaterra. ¿Lo particular del caso? Ocurrió en un metaverso, en el que el avatar de la menor, quién jugaba en nuestro universo, utilizando un casco inmersivo de realidad virtual, fuera violado por el avatar de un hombre adulto. La policía de Inglaterra manifestó a la prensa que se harían las investigaciones correspondientes y que, si bien, la menor no sufrió ninguna lesión física, si habría sufrido conmoción emocional y psicológica idénticas a las que sufren las víctimas de violación. Recuerdo que cuando supe de esa noticia, me surgieron muchas preguntas, como ¿qué hacemos en casos como ese? ¿Es eso lo que entenderemos como “cibercrimen” en adelante? ¿Qué pasa con la jurisdicción? Evidentemente, no logré arribar a conclusiones determinantes al respecto, sin embargo, si plantea una preocupación.
Otro hecho de igual gravedad ocurrió recientemente en un colegio particular pagado muy conocido y connotado de la capital chilena, en que un grupo de estudiantes de forma no autorizada, captó, rescató imágenes de compañeras de entre 11 y 17 años, para luego pasarlas por un programa computarizado de inteligencia artificial a fin de trucarlas y convertirlas en cuerpos desnudos usando sus caras y en posiciones eróticas: la ley avanza más despacio que la tecnología y esto tiene implicancias importantes. Aterrizamos en el campo jurídico de bruces con una realidad incómoda.
No tenemos ningún tipo penal que rece que “constituye delito el hecho de trucar una imagen de una compañera de curso para que aparezca como si estuviese desnuda”. Pero lo que subyace al hecho en cuestión, es de categoría moral, pero también jurídica. Es el uso de una tecnología nueva, a sabiendas de que es posible generar con ello un daño en el otro (o sea, dolo eventual).
El ser humano se encuentra ligado desde muy temprano a la tecnología, si es que la entendemos como el crear constante para mejorar la forma en que realizamos acciones concretas o fabricamos cosas. Desde el uso del fuego para cocinar alimentos, hasta la radio, la televisión o el internet, el ser humano adapta constantemente su entorno a fin de construir elementos que le faciliten la vida (o al menos, la hagan más entretenida). Sin embargo, podemos afirmar, que hay una ley universal, y a riesgo de sonar demasiado canónica o incluso quizás esotérica, que nos advierte que, en todo elemento, existe el bien y el mal; el positivo y el negativo; el negro y el blanco; el alfa y la omega; el ying y el yang. Llámele como quiera, y sea de la cultura que sea, entendemos que toda situación esconde dos caras. Sabiendo esto, el derecho aparentemente está condenado en esta rueda de astucia versus control, ya que la mente humana siempre le lleva la delantera.
La tecnología sigue un ciclo casi predecible, en el que cada vez que el ser humano está expuesto a una nueva tecnología, por un lado, se encandila y entusiasma por sus potenciales, pero luego comienza el uso abusivo, la utilización de ellas para engañar, hacer trampa o dañar. Y ahí, comienza la fase de “demonización” de unos pocos respecto de esa tecnología.
En esta fase, donde coexisten por un espacio de tiempo los tecnófilos y los tecnofóbicos, es donde el Derecho recién está llamado a intervenir.
Pero ¿de qué forma? ¿Cómo podemos generar estructuras de protección de bienes jurídicos y derechos socialmente relevantes, sin antes ponernos de acuerdo sobre cuáles son? Queda abierta la pregunta, ya que hoy en día, parece ser que la integridad del cuerpo físico y sus límites se encuentran desdibujados por la irrupción de la realidad virtual y la inteligencia artificial. ¿Es igual de grave que violen mi cuerpo físico a que alguien viole mi avatar virtual? ¿Es el efecto dañoso a nivel psicológico, el mismo? ¿El derecho a la honra y a la imagen, se encuentra circunscrito a la imagen física y real, o también a aquellas generadas de forma virtual?
Y es que, si retrocedemos a una cuestión puramente social y humana, cual es, la conducta que queda enmascarada tras una fachada, el ser humano suele ocultarse para hacer aquello que le parece reprochable. Nos escondemos, ya sea tras un disfraz, una identidad ficticia, un computador o un programa de inteligencia artificial. Lo natural del ser humano aparentemente, sigue siendo, tirar la piedra y esconder la mano. Y de eso, no hay tecnología que se libre.