Entré a la Universidad el 2005. Estudié Derecho, carrera que nunca fue mi primera opción. Desconocía casi todo de ella, ya que no tenía ningún abogado/a en mi entorno de niña. Ese año fui una de las 27.563 personas que ingresamos a “Leyes”. Primer día de clases y ante la pregunta “por qué entraste a esta carrera”, las respuestas no eran las que yo esperaba, ni mucho menos las que se escuchan en áreas, como las de la salud. Entre mis compañeros/as, las respuestas eran del tipo: “fue descarte”; “yo quería ser músico, pero mis papás no me dejaban”; “yo quería estudiar medicina” (no sé por qué razón muchos abogados/as tienen complejo de médico frustrado, cuyo análisis quizás da para otra columna); “era bueno para historia en el colegio”; “es que era super buena para pelear y discutir” o la infame “es que soy malo para las matemáticas”. Las razones dejan entrever una situación muy preocupante: somos “aparentemente” una carrera para la que no hay mucha vocación, o al menos, una con una vocación poco definida.
El 2022, la cantidad de personas que ingresaron a la carrera de Derecho fue de 45.795 (según cifras del CNED), es decir, a 17 años de mi entrada a la Universidad, la demanda prácticamente se duplicó. Esto implica que es una excelente idea para la admisión de cualquier IES impartir la carrera de Derecho, ya que se llena sola. Pero se llena de quiénes y por qué razones. Para encontrarlas, debemos retroceder un poco al origen de la profesión en Chile, el cuál está íntimamente ligado a nuestra historia colonial, momento en el cual se abrieron las primeras Universidades en el país, y con una estrecha relación con la teología y las posiciones políticas. Y con la política, el poder. No en vano, de los 34 presidentes que ha tenido la nación desde la creación del cargo en 1826, 19 han sido abogados. Por entonces, en los inicios de la historia de nuestra profesión, ser abogado era sinónimo de prestigio y poder. A medida que avanzó el siglo XX, la profesión comenzó progresivamente a alejarse de la exclusividad en la esfera pública, con el nada amable desplazamiento que sufrimos en manos de los economistas como los nuevos salvadores del sistema, y con ese alejamiento, comenzó la identidad de la profesión a cambiar. Ahora el abogado ya no era un futuro presidente o político, sino que un profesional que atiende clientes contra boleta de honorarios. Eso privatizó la profesión de alguna manera, pero ciertos elementos de la concepción tradicional del abogado han perdurado: en 2022 le pregunté a estudiantes de Derecho de una Universidad Estatal, cuáles eran los elementos característicos de un/a abogado/a y más del 80% estuvo de acuerdo en tres aspectos: persona importante, seria y que gana mucho dinero. Pese a mis esfuerzos por decepcionarlos con la última parte, lo notable de la respuesta es el trasfondo. Serio e importante como características cardinales del abogado nos revela una construcción identitaria del perfil del abogado que, apenas se ha distanciado del imaginario del siglo XIX, lo cual me parece, por decir lo menos, lamentable ya que seguimos siendo una caricatura, asemejándonos más al hombre de negocios que visita El Principito de Saint-Exupery en el cuarto asteroide, que a un profesional liberal moderno.
Así las cosas, nosotros no podemos tener sueños de justicia, pues estamos atrapados/as en un perfil identitario rígido que no nos permite pensar afuera de la caja. La parte más lúgubre de aquello es que ese perfil se transmite a todo lo que hacemos, dentro y fuera de las Universidades, a la docencia, a las clases, a la vida universitaria del/la estudiante de Derecho y a su futura vida profesional, a nuestras elecciones de vida, de ropa, de hobbies y de rumbo: desde el siglo XIX, que somos personas importantes y serias, preocupadas de cosas importantes, en nuestro cuarto asteroide, lejos del mundo real, así como de la utopía de la justicia.
Todas las razones que mis compañeros esgrimían para estudiar Derecho, son más o menos las mismas que todavía llevan a los cerca de 50 mil estudiantes a matricularse en nuestra carrera: lastimosamente, la mayor de las veces son erróneas. Un ejemplo es que el/la abogado/a no debe ser naturalmente bueno para pelear: lo moderno en nuestras gestiones es la resolución pacífica y eficiente de conflictos, el cliente la más de las veces ya viene en conflicto, no necesita un abogado que desenfunde una espada, sino uno que sea capaz de conciliar y llegar a acuerdos.
De cara a finalizar el año 2023 y enfrentar un nuevo período de matrículas al sistema de educación superior en Chile, vale la pena atreverse a señalar algunos rasgos de la actual identidad de la profesión y que hacen que sea valioso estudiar Derecho. Así podríamos señalar que la abogada o abogado: debe sentir pasión por resolver problemas y desavenencias; ímpetu por encontrar soluciones creativas a los dramas sociales; vocación por pensar un mundo mejor y más justo para todos/as. ¿Suena demasiado como ser parte de los Avengers? Lo sé, pero en ningún caso suena menos utópico que lo que sería “la vocación de sanar” de la medicina, o la de “educar a las generaciones del futuro” de la pedagogía.
Cabría precisar que se trata de un campo profesional difícil por la alta competitividad, debida, entre otros factores, a la alta matrícula y su impacto en la titulación: según los datos disponibles el año 2013 se titularon dos mil setecientos ochenta y uno (2781), mientras que el 2021 tres mil cuatrocientos ochenta y uno (3481) .-