El profesional del derecho es un ser humano que afecta y es afectado en su actividad profesional. No obstante, la idea de un sistema judicial indiferente a las emociones es relevante y ha permanecido con el tiempo, aún cuando, en el contexto actual, asuma conformar en un nivel más moderado. Reflexionar sobre el tema de las emociones en el derecho es imperioso. En este excurso vamos a concentrar nuestra atención en el juez.
De la perspectiva pre-realista de que el buen juez, ejemplarmente, debía de abdicar sus emociones y sentimientos para una mejor sentencia, se asume una visión contemporánea moderada, pero aun así indiferente, que comprende que el un buen juez es aquel que reconoce sus emociones y firmemente las deja de lado para una sentencia acertada.
El juez contemporáneo se emociona y vivencia sentimientos en los juicios porque es humano y las emociones integran el horizonte de la vida humana, lo que incluye el mundo del trabajo. No obstante, se sabe poco sobre el impacto de las emociones en el día a día profesional de los actores judiciales debido, exactamente, a la persistencia del paradigma no emocional, que niega la existencia de las emociones en el derecho o no las autoriza, exigiendo que el juez deje de lado las mismas en la toma de decisión. Por tanto, se exige que el juez sienta de un modo diferente al de las demás personas mientras éste asuma la posición de juez. ¿Y cómo hacer eso? El trabajo emocional realizado por los jueces existe y es intenso, pero no parece estar visible y ser efectivamente tomado en serio debido a la insistencia de este paradigma no emocional.
Estudios neurocientíficos contemporáneos sobre las emociones revelan que ellas, al contrario de la perspectiva tradicional, son parte constitutiva de lo que se comprende como racionalidad. Corroboran la afirmación de que en prácticamente todo el acto de sentencia están presentes las emociones y sentimientos.
¿Qué ocurriría si perdiéramos la capacidad de no emocionarnos? Tomemos, ejemplarmente, el caso de Elliot, estudiando para António Damásio.
Elliot era un hombre casado, padre de familia, que trabajaba en una empresa comercial, Debido a los fuertes dolores de cabeza y los cambios en su comportamiento, buscó un médico y fue diagnosticado con un tumor cerebral. Su tratamiento implicó la extracción de un tumor cerebral. Después de la operación Elliot conservó intactas las capacidades de locomoción, inteligencia y elocuencia. No obstante, había dejado de ser él mismo. Necesitaba incentivo para ir al trabajo, donde no respetaba plazos, tenía dificultad en gestionar sus actividades, etc. Elliot comentaba sobre su infortunio de forma imparcial, controlada, impasible y desligada. La observación, las pruebas y las conversaciones con Elliot sugerían una drástica reducción en su capacidad de experimentar sentimientos. El propio Elliot, después de la ejecución de un test en el que le fueron presentados estímulos visuales emocionalmente cargados, confesó – sin tono de confesión – a Damásio que los sentimientos habrían sido alterados desde su enfermedad.
Todos los resultados de las pruebas de Elliot fueron excelentes. Sin embargo, el paciente presentaba una capacidad de decisión profundamente deficiente en su vida cotidiana.
¿Qué podría justificar los excelentes resultados en situaciones hipotéticas y los resultados desastrosos de sus decisiones en la vida real? Los resultados sugieren que tomar decisiones en un laboratorio es extremadamente diferente de decidir en la “vida real”. La decisión real no se resume a la convocatoria de conocimiento social, al análisis de las consecuencias probables de la acción o de la definición racional de medios tendenciosos a alcanzar determinados resultados con tranquilidad y tiempo. El caso de Elliot también sugiere que la racionalidad no depende exclusivamente de funciones neuropsicológicas de alto nivel como la memoria convencional, el lenguaje, la atención elementar, la memoria de trabajo y el raciocinio elementar. La reducción en la capacidad de vivenciar emociones y sentimientos puede impactar negativamente la tomada de decisión por tornar el paisaje mental demasiado inexpresivo y plano. Nuestras decisiones ventajosas parecen estar vinculadas a nuestra capacidad de vivir emociones y sentimientos. Si, por un lado, nuestras emociones desenfrenadas pueden conducirnos a la ruina; la ausencia de emociones y sentimientos en la tomada de decisión parece conducirnos a decisiones desventajosas, igualmente irracionales o a la parálisis.
Éstas breves notas pretenden que el juez y el profesional de derecho, lato sensu, es una persona como cualquier otra, que se emociona, gestiona sus emociones y las emociones de todas las partes, utiliza estrategias de regulación emocional en su trabajo (incluso cuando no se da cuenta de eso).
La convocatoria de estrategias regularizadoras, que ocurre consciente e inconscientemente, se relaciona fuertemente con la percepción que una persona tiene acerca de las emociones, de la naturaleza del objeto a ser regulado y del guión emocional que rige en el horizonte de una determinada actividad. Una persona con poco entendimiento sobre la profunda complejidad que encierran nuestras emociones puede asumir estrategias regulatorias guiadas por reglas simples y rígidas – y, por tanto, poco eficientes en ciertos contextos – como: “Si yo siento rabia en público, suprimiré su expresión”.
Si usted ha leído este texto hasta aquí, es probable que esté de acuerdo que las emociones pueden tener un papel importante en el “mundo de la vida” y en el “mundo del derecho”.
Surge entonces la pregunta sobre ¿Cómo las Facultades de Derecho podrían actuar de modo que contribuyan para una mejor gestión de las emociones de sus alumnos? Pregunta ciertamente importante para nosotros, los docentes.