Durante estos días, la opinión pública, la prensa y el mundo del Derecho ha oído y leído el nombre de Rodrigo Pica Flores más frecuentemente que lo habitual, no tan solo por ser acreedor de una particular conjugación de apellidos, sino también por ser portador de un inconmensurable tonelaje de conocimientos jurídicos, históricos, geográficos, enológicos, y de una serie de otras variables. Sus conversaciones, publicaciones, cátedras y sentencias en su paso por el Tribunal Constitucional son testimonio fiel de su tránsito por este mundo, el que fue abrupta y súbitamente interrumpido un martes 20 de junio del presente año, en vísperas del solsticio de invierno, el que, paradojalmente, representa el renacer a una nueva vida, iniciándose con él una nueva etapa.
Es de considerar que se escribirán extensas columnas y artículos sobre el aporte del Ministro Pica a la jurisprudencia constitucional chilena, y también se hará lo propio desde el prisma académico a través de sus publicaciones y sus clases, por parte del mundo universitario. Sin embargo, es menester detenerse en uno de los aspectos de la vida de Rodrigo que para este redactor, su ayudante y amigo, fueron claves para entender su mecanismo de supervivencia en un mundo cada vez más competitivo, egoísta y ensimismado: su humildad, sencillez y generosidad.
Estas tres características propias de su personalidad lo hacían ser parte de una tribu que parece cada vez más extinta, máxime si su existencia se desenvolvía en aquellos submundos en los que la danza de egos y la imposición de los puntos de vista a partir de la intolerancia, la verdad absoluta, la razón irreflexiva y la pasión desenfrenada parecen ser la tónica en las relaciones humanas. En el mundo jurídico o en el mundo académico, ambas esferas que pueden ser fácilmente presas de la vanidad, Rodrigo marcaba un punto de quiebre, no tan solo porque tenía la capacidad de hablar ese mismo lenguaje en aquellos mundos, sino porque jamás se escucharía un agotamiento o una falta de apoyo de su parte para con la educación y la formación académica de su interlocutor, o la entrega generosa de conocimientos a sus colegas para obtener un pulido desempeño de sus quehaceres, o incluso, por qué no decirlo, una manera muy elocuente, elegante y fundamentada respecto de sus propios puntos de vista, en aquellos contextos en que parecía ser que su voz no era lo suficientemente convincente. La tolerancia y la fraternidad las hizo carne a través de sus acciones, y muchas y muchos siempre lo notaron.
Llegar a esos puntos tan altos del poder podrían haberlo hecho fácilmente caer enceguecido en las neblinas de la soberbia intelectual. Pero parecía que aquello generaba en él un efecto contrario: acrecentaba aún más la imperante necesidad de disfrutar de las pequeñas grandes cosas de la vida. Un buen vino, un viaje “con paradas técnicas” para degustaciones, su familia, un asado los domingos con los amigos, o incluso que rebosara de felicidad con los logros de sus cercanos, y alentara a seguir profundizándolos. Jamás se escucharía de él un menosprecio o una humillación por razones socioeconómicas, por el lugar de nacimiento o por alguna otra de aquellas ofensivas categorizaciones que muchas veces han forjado el Chile que hemos construido. Era todo lo contrario, probablemente narraría alguna historia o comentaría alguna vinculación que tuvo con la tierra natal de la persona que estaba conociendo, o en su defecto, la calidad de las uvas que daban esas tierras.
Rodrigo solía enseñar, para explicar el fenómeno del estallido social, la teoría hobbesiana, en el sentido de entender cómo el orden debía ser capaz de contener válvulas de escape para que pudiera expandirse y absorber el caos imperante, de modo que el fracaso de la democracia y el Estado de Derecho implicaría el triunfo de aquello que, en un país de una larga tradición jurídica con relativa estabilidad, no era deseado, más aún después de los sucesos oscuros que persiguieron al país durante 17 años: “Mira como Hobbes aparece todos los viernes en Plaza Baquedano” solía comentar. Y bueno, hoy hacen sentido esas palabras, no tan solo por la activa participación que tuvo aquella frenética madrugada del 15 de noviembre de 2019 cuando se logra el acuerdo que iniciaría el primer proceso constituyente, sino que además (y tras su muerte es, tal vez, uno de sus tantos legados), en una sociedad donde el caos está representado, en este sentido, por la competencia, la violencia y la falta de solidaridad.
La válvula de escape en que el orden permite subsumir ese caos no está solo dado por los componentes que el Derecho puede ofrecer, sino que hemos de entender el importante factor humano que hay detrás. Que, en definitiva, la posición social o su origen no predeterminan a una persona respecto de cómo define su contenido valórico, ni tampoco la predispone per se hacia los logros que pretenda perseguir, así como también, que a mayor nivel de estudios se posea, mayor entonces debería ser su compromiso social por entregar las herramientas suficientes a aquellos que no han logrado tener el mismo privilegio, de modo que, como seres gregarios, y en la medida que sea posible, podamos entre todos construir una sociedad mejor. Porque vivir en una cultura democrática no implica el mero hecho de coexistir en un país donde cada cierto tiempo se emita un voto, sino también entendernos, escucharnos, comprendernos y encontrarnos en nuestras diferencias.
Esa fue una de las grandes capacidades que Rodrigo poseía. Sin dejar dudas ni reparos sobre sus propios pensamientos, era capaz de convocar a quienes pensaban diametralmente distinto a él, de modo de hacer sus mejores esfuerzos por llegar a grandes y fructíferos acuerdos.
Lavoisier puntualizó que: “Nada se pierde, todo se transforma”. En este pequeño y sentido homenaje a un ser humano excepcional, con sus errores y aciertos, es de esperar que, aunque su forma física ya no esté con nosotros, la transformación de sus energías gravite sobre una humanidad cada vez más carente de la valoración de las pequeñas cosas que entrega la existencia, y cada vez más hambrienta del consumo, la tecnología y el poder del dinero. Aquellos que compartimos muchísimos momentos con él seguiremos llevando como bandera la generosidad en la entrega del conocimiento, la fraternidad y la solidaridad, y donde su familia, en especial sus dos pequeños hijos, recibirán las historias más elocuentes de quien fuera su padre, y cómo caló hondo en muchos de quienes tuvimos el privilegio de compartir con él. Es menester que así sea.
Querido amigo, maestro, que en esos caminos que recorres, y que son desconocidos por nosotros, encuentres el descanso eterno.