Si alguien alguna vez ha visto la película “Padre Pio” de Claudio Carlei, que retrata la biografía del sacerdote Pio de Pietrelcina, estará familiarizado con su banda sonora. La musicalización de esa pieza audiovisual estuvo a cargo del compositor Paolo Buonvino. Pues una de las piezas fundamentales y centrales es un tema de tres partes, llamado “Rito di pasaggio”, cuya solemnidad sobrecoge. Es una composición principalmente ejecutada por instrumentos de cuerdas y tonos agudos que evocan sentimientos de congoja y martirio. Y no es menor, ya que es la música escogida por el director para ambientar los momentos más intensos de la película, en especial los de las dudas y sufrimientos internos del protagonista en torno a sus estigmas. Sin ahondar en detalles sobre la vida del padre Pío, ya que se aleja de nuestro propósito en esta reflexión, es necesario recordar de todas formas que se trató de una vida compleja, difícil, de un monje capuchino a principios del siglo XX, llena de ayunos y mortificaciones, prácticas que ayudaban a los novicios “a discernir su verdadera vocación”. Y es acá donde quiero detenerme, ya que los lectores se preguntarán ¿y esto qué tiene que ver con el Derecho? Pues si le preguntamos a los estudiantes de las distintas facultades de Derecho de Chile, 43 para ser exactos, todos estarán contestes en que la realidad común de su experiencia universitaria se puede definir con esas mismas palabras con las que definimos la experiencia de un monje capuchino en 1903: martirio, expiación, sufrimiento y sacrificio. Y la pregunta que cabe hacerse, ¿es necesario generar un entorno educativo con esas características para formar futuros abogados? Más aún, ¿por qué en el año 2023, continuamos por esa senda?
Cada vez que se reúne a un consejo de catedráticos del Derecho a evaluar sobre sus prácticas pedagógicas, la respuesta es por decirlo menos desoladora. Las y los docentes no estamos aparentemente dispuestos a mejorar en la didáctica nuestra labor y es más, muchas veces nos sentimos amenazados por el creciente espacio que están ganando las metodologías activas, la flexibilización del currículo y la pedagogía jurídica en la educación superior. Pero como también soy profesora, quiero entender el origen de esta resistencia, ya que, hasta el más duro de los materiales enfrentado a la fuerza necesaria, puede volverse dúctil. Y el material que no se vuelve dúctil, se rompe. Pero para que podamos adaptarnos, tenemos primero que comprender qué es lo que nos pasa, por qué reaccionamos de forma tan negativa, a veces airada, cuando se nos plantean posibilidades de modernización. El origen probable de esta reticencia, proviene de una confusión epistemológica que se aloja en el núcleo de las y los docentes de Derecho: estamos convencidos de que existe una vínculo indestructible entre la tradición y la calidad. Esa creencia subyace en la mayoría de nosotros, porque no hay que olvidar que antes que docentes, todos fuimos formados como abogados. Todos cumplimos con las mismas tradiciones, muchas de las cuales se remontan al siglo XIX, momento en que la teología y el Derecho estaban unidos de forma muy estrecha. Todos pasamos por los mismos martirios, los mismos sufrimientos, las mismas frustraciones. Básicamente, al igual que el tema musical que abre esta reflexión, todos pasamos por los mismos “riti di pasaggio” o ritos de iniciación. El significado que tiene dicha locución es, literal, un ritual que señala el cambio del estatus socio-cultural de un individuo. La función por tanto de aquellos rituales, son de modificación del estado vital de las personas, para pertenecer a un grupo. Ahí entonces descansa nuestro error conceptual: los ritos universitarios no tienen ya la anticuada función de marcar la incorporación a una elite, sino la de verificar que un estudiante se encuentra habilitado para desempeñar una profesión, con miras a la función social de la misma. Pero ahí estamos nosotros, los docentes, manteniendo la tradición en ciertas instituciones y prácticas, volviéndolas entidades intocables, ritos que nos aseguran que nuestros estudiantes “son dignos” de ser llamados abogados y colegas, así como un monje capuchino puede ser digno de adquirir los hábitos para servir a Dios. En el entendido que la Justicia es un importantísimo valor, comprendo la importancia del abogado como su servidor, pero no puedo sino recalcar que no por eso, nos volvemos más importantes que cualquier otra profesión para el intrincado entramado social.
Quizás en la medida en la que estemos dispuestos a descartar nuestro ego del análisis de estas materias, podremos convertir poco a poco la experiencia universitaria de nuestros estudiantes en una positiva y motivante, y tal vez, por qué no soñar, logremos modernizar el “Examen de Grado”, el último y más resistente de nuestros ritos de iniciación y convertirlo en lo que es: una verificación final de competencias del perfil de egreso, es decir, una evaluación final de una carrera como cualquiera.