Desde el 11 de septiembre de 1973, Álvaro y el profesor tuvieron que ocultarse. Había sido derrocado el gobierno del presidente Allende, truncando el proyecto de la Unidad Popular. Pinochet, implacable asesino, toma el poder y persigue a quienes se oponían al golpe de estado, máxime si habían colaborado con el gobierno depuesto a balazos. Ambos se sabían parte de ese grupo.
Álvaro necesitaba terminar sus estudios con el fin de estar mejor posicionado para trabajar en el país que le daría asilo. Iniciaba octubre. Sólo le faltaba una materia que acreditar: derecho aeronáutico. Pudo hablar con el director de la facultad, Máximo Pacheco, quien le dijo que si conseguía un escrito, en un papel cualquiera, donde el titular de la materia lo aprobara y constase su firma, daría trámite a su egreso. ¿Cómo le voy a hacer, si el maestro está escondido, y yo ando a salto de mata? No había mucho tiempo.
Se afanó en hallarlo. Incluso fue a su casa para ver si alguien le daba razón de su paradero. Estaba vacía, saqueada. Una vecina salió y le dijo: “Esos arrancaron, eran comunistas”. Porfió en su empeño y consiguió, tras varios intentos, acordar con él encontrarse en “un punto” a pesar del riesgo que implicaba.
“¿Qué necesita?” Le explicó la urgencia de obtener ese documento, y luego de pensarlo un par de minutos le dijo: “Álvaro, no le puedo poner la nota si no le tomo el examen”. “¿Y cómo, respondió, si usted está en la clandestinidad y yo casi igual? En unos días se publicarán las listas con los nombres de aquellos a quienes se les iniciaría sumario, y entonces ya no se podrá realizar ninguna gestión en la Escuela pues seguro me van a expulsar”. Había sido líder estudiantil y fue notoria su defensa de la legalidad democrática. “Le tomo el examen mañana: vaya a tal hora a la estación Mapocho, saque un pasaje del tren a Viña; yo lo espero en el andén.”
La noche entera se dedicó a estudiar y al día siguiente rindió la prueba en esas condiciones. Preguntas. Respuestas. Solicitud de precisión de algún dato y la debida contestación. Luego de valorar sus conocimientos, el maestro le dio la nota aprobatoria en un papel con su rúbrica: Jacinto Pino Muñoz. “Que le vaya bien, Álvaro. Cuídese”. Se alejó con cautela. Dejó pasar unos minutos y, sin demora, fue a la Escuela y logró el certificado de egreso. ¡Vaya lección de solidaridad en serio, uncida al respeto por los valores de la academia decente!
Pasados algunos días, don Jacinto se refugió en la embajada de Honduras. Dos exilios: uno en ese país de Centroamérica (ahí lo alcanzó su familia) y posteriormente en México, donde se quedaron a vivir. Trabajó en distintos puestos relacionados con la aeronáutica, y a los 70 años volvió a la academia. Con su juventud reunida, se doctoró en Ciencias Políticas. Trabajó de la única manera que sabía hacerlo: duro y bien. Escribió libros publicados por la UNAM, y muchos artículos; impartió clases con la diligencia de siempre y dirigió incontables tesis. Logró ubicarse, 16 años después, en el nivel II del Sistema Nacional de Investigadores.
En estos días en que se revisan las maneras de evaluar el trabajo universitario, trayectorias como la de Jacinto nos recuerdan que no se pueden “medir”, como se mal estila, dimensiones que son tan valiosas.
El 4 de julio de este año se fue de estos rumbos. Hasta un día de estos, Dr. Pino: nos veremos en el andén que usted indique. Seguro que Álvaro estará puntual, como en ese entonces. Y con él, nosotros, sus discípulos mexicanos. Buen viaje.
Fue publicado también el sábado 6 de agosto, 2022 en El Universal