Alguien dijo que el poder no cambia a las personas, en verdad las muestra tal como han sido siempre. Los años a uno le ratifican lo certero de este juicio. La abogacía, desde el estudio y el ejercicio, a veces nos presenta su rostro poco gentil o derechamente el ropaje de vanidad, arrogancia e injusticia que viste a muchos que la enseñan y/o la ejercen, desde el aula, la oficina o la judicatura. Pero, parafraseando lo rubricado en el poema Desiderata, siempre es bueno mirar el vaso medio lleno en vez de hacerse eco de las actitudes impropias. Es mejor declamar que, a pesar de todo lo malo que muchos tratan de resaltar en nuestras comunidades; en la vida también se presentan destellos de actuaciones ejemplares, maestros y personas que buscan nobles ideales, gente sencilla que ha llegado a instancias de poder y no se ha obnubilado. En este mundo muchas veces hostil jurídico, también hay personas sencillas y afables, amantes del conocimiento, empáticas en su rol en una sociedad donde se hace carne lo que mi padre me indicó con claridad: “…siempre habrá una vara que muchos la han de usar para sopesar al prójimo: Cuánto tienes, cuanto has de valer”. Por ello, hay que saber elegir las amistades, aquellas que les importa la esencia de la persona. En efecto, pudiere señalar varios casos que son un bálsamo para el espíritu de quien ama el Derecho y busca estos otros modelos de vida. De hecho, recuerdo con especial afecto a la abogada que fue mi primera jefa en la práctica profesional realizada por medio de la Corporación de Asistencia Judicial -en la Fundación de la Familia- en Pudahuel. Ella me dio ejemplos de sencillez y entrega, que hizo que aquella carga, porque nuestra práctica es ad honorem, fuere enriquecedora en lo personal.
En el ámbito académico y jurisdiccional, hay muchos ejemplos que nos permiten ser optimistas, con todo hay uno notable, cuyo ejemplo me permito compartir con las nuevas generaciones. Si hay alguien que recorrió su vida como una consecuencia de virtud en la forma de empatizar con los demás y una guía para muchas personas que poseen pequeñas cuotas de poder o deben tomar decisiones; ese es mi querido maestro y profesor don Mario Garrido Montt, modelo sinigual, digno de ser declamado como ejemplo en la judicatura y la universidad, y en particular en la Facultad de Derecho a la cual le dedicó importantes años de su vida. Su actuación en el aula y en la Corte Suprema (que presidió con dignidad y autoridad) serían un bálsamo de humildad necesaria tanto para las nuevas generaciones, como para quienes ejercen la docencia y en especial la judicatura. Un gran talento mexicano, decía con acierto: “Los diplomas y títulos, no retratan tu calidad; la forma cómo tratas a los semejantes te describe”. Hay muchos que van por la vida abriéndose espacio a costa de mencionar sus estudios, escalafones y declamando aquella calidad académica o de estudiante de Derecho, como si ello de suyo fuese una virtud. Ser sencillo y cordial, cuando no se tiene una gota de poder, aunque debiera ser natural no es un gran mérito, existirá tal virtud cuando dicha conducta como la tuvo don Mario, está asociada al ejercicio empático de las cuotas de poder que los roles de la vida entrega –como verdaderas sendas de actuación-. Por ello, siempre es bueno recordar a personas como él: un notable penalista y un extraordinario ser humano; suave y sencillo –como una pluma en una hoja de lectura- y al mismo tiempo profundo y probo, como la figura que inspira la justicia. Don Mario tuvo, entre otras directrices académicas, especial interés respecto de los delitos contra la vida y los ilícitos sobre el honor, dos aristas que le preocupaban con sincero entusiasmo. Como lo he dicho otras veces y haciendo realidad aquella “memoria selectiva positiva” –que nos entrega el poeta Benedetti-, del universo que conocí, prefiero colegir a los buenos, y recordar al hombre culto e ilustrado y al mismo tiempo sencillo y cercano. En su accionar solo había lugar para el diálogo, el estudio y la armonía. En su labor jurisdiccional entendía la judicatura como una misión y casi un apostolado, jamás como un privilegio, alcanzando así los máximos honores que en el área judicial puede ostentar un abogado o una abogada. Don Mario es un ejemplo que denuncia a quienes parecen disfrutan avanzando junto con zaherir al prójimo. Su recorrido señala la senda correcta: para alcanzar la cima de una carrera también cuenta la sencillez, el diálogo afable, la búsqueda de la armonía. El buen ejercicio del poder, parece decirnos nuestro homenajeado, no sólo requiere capacidad intelectual, también respeto, empatía por sus semejantes, y en este caso, un notable compromiso con el Derecho.