El proceso constituyente y el Proyecto de Nueva Constitución a ser plebiscitado en septiembre han puesto en el debate público diversos temas fundamentales de nuestra sociedad y que se encontraban ocultos o que los asumíamos como resueltos luego de haber tenido incluso conflictos acerca de ellos. Así, hemos vuelto a discutir y a tomar decisiones acerca de la relación entre el Estado y las religiones, de los alcances del derecho de propiedad o del rol de las Fuerzas Armadas y de Orden en la institucionalidad.
Pero ningún tema ha sido más arduamente debatido que el carácter plurinacional del Estado chileno, junto con las implicancias jurídicas y políticas que éste tiene.
Se trata de reconocer que en el territorio chileno conviven al menos 10 pueblos -o naciones- indígenas junto a una cultura fruto del mestizaje europeo-indígena; que cada identidad indígena requiere del reconocimiento y protección de su cultura; que cada pueblo tiene una relación esencial con su territorio en el que se manifiesta su cosmovisión; que cada pueblo debe contribuir a formar la voluntad del Estado chileno mediante instituciones y autoridades propias y que cada pueblo tiene su propia forma de sociabilidad, la que debe manifestarse en autonomías territoriales y sistemas jurídicos propios.
Si uno analiza la historia constitucional de Chile, podrá percatarse de numerosas transformaciones en materia de organización del Estado, de democracia y de protección de derechos fundamentales, pero si ha habido un aspecto estable en todas nuestras constituciones ha sido la existencia de un único pueblo como elemento humano del Estado chileno, asumiendo bajo este único pueblo que las diferencias étnico-culturales no existen o que se subsumen en una única identidad nacional chilena que nos incluye a todos. Esto explica que no nos sea muy conflictivo discutir de derechos sociales, cuya concepción ha cambiado en el tiempo, o de mayor o menor poder para determinados órganos del Estado, pues como sociedad hemos experimentado esas variaciones, pero sí nos resulta muy difícil discutir, entender o aceptar que exista más de un pueblo dentro del territorio chileno: porque no lo hemos vivido como Estado-nación.
Chile ha sido un Estado monocultural desde sus inicios porque la idea de Estado hasta el siglo XX estaba íntimamente asociada a la existencia de una única nación, entendida como grupo humano asociado a un territorio que comparte un mismo lenguaje, una misma religión, costumbres similares y una forma de sociabilidad. Esto significaba que quienes fueran inmigrantes, pueblos indígenas o minorías nacionales debían adaptarse a la sociabilidad de la nación mayoritaria: a veces, de forma voluntaria, pero en ocasiones mediante acciones públicas y privadas de asimilación cultural. En los países americanos, el asimilacionismo logró su cometido, homogeneizando la cultura de su pueblo. Sin embargo, en países europeos, las reivindicaciones étnicas de personas que vivían bajo un Estado que no era expresión de su propia cultura fue una de las causas de la Primera Guerra Mundial, y la existencia de comunidades culturales o lingüísticas fuera del Estado que los representaba sirvió de excusa para que algunos países invadieran o anexaran a otros, lo que llevó a la Segunda Guerra Mundial. Esto, sumado a otros conflictos nacionales y a la descolonización en África y Asia, llevó al replanteamiento de la idea de Un Estado, una Nación.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos y los subsiguientes pactos internacionales de derechos establecieron fundamentalmente 3 ideas en materia de relaciones entre los Estados y sus pueblos: 1. Cada pueblo tiene el derecho de libre determinación, lo que habitualmente se ha considerado como argumento secesionista o para justificar una medida que ha sido condenada por la comunidad internacional, pero que se refiere realmente a que cada comunidad humana formada en torno a una identidad cultural que comprende todo tipo de decisiones vitales tiene derecho a desarrollar su propia forma de politicidad y a decidir su proyecto de desarrollo. 2. Todas las personas, por el solo hecho de ser humanas, tienen los mismos derechos contemplados en los pactos internacionales de derechos humanos en todo tiempo y lugar. En este sentido, un Estado no puede categorizar los derechos entre unos y otros ciudadanos por tener una u otra pertenencia étnica-cultural.- 3 Todas las personas tienen derechos en función de su cultura. Así, no solamente se encuentra prohibida la discriminación basada en la raza, idioma, religión o nacionalidad, sino que además quienes tienen un vínculo histórico y territorial con un Estado y que se identifican con una minoría étnica, religiosa o lingüística, tienen derecho a practicar su cultura, desarrollar su sociabilidad y relacionarse con el Estado al que pertenecen.
Estas ideas fundamentales son las que principalmente equilibran jurídicamente la diversidad cultural en cada Estado, pues permiten que cada persona se relacione con su Estado independientemente de la cultura que tenga, la que el Estado deberá siempre atender, respetar y proteger, evitando cualquier tipo de política asimilacionista.
Ahora bien, en el caso americano, aplicar estas ideas fundamentales ha resultado complejo, pues implica poner en tela de juicio una de las verdades sobre las que se funda cada uno de nuestros Estados: la idea de una única nación o pueblo. No es menor, porque se trata de una idea que tomó años de conflictos políticos y bélicos en desarrollar, que una vez alcanzada ha brindado estabilidad política al englobar a personas de distintas ideologías y procedencias, en la que se han educado varias generaciones de personas y cuyo cuestionamiento nos lleva necesariamente a abrir heridas del pasado, ya sea en la conformación de la nación o en su defensa frente a quienes hemos considerado enemigos. Al respecto, no hay país americano que haya tenido un proceso fácil o inocuo de discutir sobre su(s) identidad(es) cultural(es), ni menos que haya podido concluir de manera satisfactoria esta discusión.
En el caso chileno, discutir la multiculturalidad -o plurinacionalidad, en lenguaje de la Nueva Constitución- ha sido complejo desde distintas ópticas. Desde un punto de vista emotivo, implica renunciar a símbolos, tradiciones y valores que hemos desarrollado en el tiempo. Desde lo político, ha sido entendido como renunciar al poder que el Estado tiene sobre algunos territorios y sobre comunidades que “son tan chilenas como uno”, lo que resulta inaceptable si ha sido producto de hechos violentos. Desde lo jurídico, surge la incertidumbre de saber si tenemos las mismas reglas en todos los lugares de Chile y, si no es así, a qué reglas atenernos en ciertos lugares o -lo que es más difícil- con las personas indígenas.
Esta discusión, que en términos teóricos ha sido abordada en Chile desde los años 90’, ha llegado a la conversación del día a día gracias al proceso constituyente, lo que ha significado necesariamente que haya una mayor pasión, pero también mayores temores, los que se han percibido durante la discusión y actual campaña electoral. Sin embargo, es necesario afirmar que se trata de una discusión que teníamos varias décadas pendientes en Chile, que felizmente la podemos tener en una instancia constitucional y no en un conflicto bélico o con armas sobre la mesa. Debemos hacernos cargo de realidades que van más allá de meras opiniones, como la existencia de formas de sociabilidad que son legítimamente distintas a las que un chileno mestizo puede tener en la zona urbana de cualquier ciudad de Chile.
Podremos discutir sobre qué aspectos dentro de las normas relativas a los pueblos indígenas de Chile son necesarias, pertinentes o adecuadas, pero debemos hacernos cargo del elefante en la habitación: es necesario que Chile se ponga al día con su historia, con su pueblo y con la diversidad de su propio pueblo, partiendo por reconocer a los pueblos indígenas que habitan el territorio de Chile. De ninguna forma se trata de fracturar al país, sino del reconocimiento de una verdad más que de crear algo desde la nada; además que se hace en el contexto de la afirmación de un Estado único e indivisible cuya interculturalidad -concepto sumamente clave y subvalorado en el debate constitucional- es la que da forma al Estado a la hora de tomar decisiones. En simple, reconocer la plurinacionalidad o multiculturalidad del Estado chileno significa afirmar que todos somos chilenos, pero que existen distintas formas de ser chileno.