Entre el 4 y el 20 de noviembre de 1919, Franz Kafka (1883-1924), escritor y abogado, redactó su célebre Carta al padre que, en sus palabras, era, también, “una carta de abogado”. En ella el escritor checo dejó constancia de una serie de reclamos a su padre, Hermann Kafka (1852-1931). Dicha carta se centra en el miedo que le produce la figura paterna, miedo que se originó en la primera infancia y que se tradujo en una enseñanza ruda para un espíritu débil. En ese marco de cosas, el escritor le reprocha al padre la elección de la carrera de abogado. Pese a haberlo dejado libre en tal decisión, Kafka hijo siente que el espacio que le otorgaron para optar por tal carrera fue pequeño y, por ende, la elección se tomó de manera autónoma, pero forzada por las circunstancias. ¿Cuáles eran esas circunstancias? Que el padre veía en él a un joven aplicado, estudioso y poseedor de una buena memoria. Ello habría llevado al escritor a observarse a sí mismo como un candidato ideal para la carrera de derecho, estudios que realmente le eran indiferentes. En su carta señala: “Así que estudié derecho. Eso significaba que en los meses anteriores a los exámenes mis nervios sufrían un gran desgaste y yo me alimentaba intelectualmente de auténtico serrín, que además miles de mandíbulas habían masticado previamente.” Según una carta que le envía a su entonces novia, Milena Jesenská, para su primer examen de la carrera Kafka se pasea por su habitación como un animal enjaulado, repitiendo concepto tras concepto, buscando memorizar “una mole no transportable en dos volúmenes, de casi dos mil quinientas páginas” ¿Qué examen lo ponía tan nervioso? El de Historia del Derecho Romano. A juzgar por sus propias palabras la experiencia de Kafka como estudiante no fue óptima y el reclamo al padre torna en un reclamo al derecho propiamente tal. Kafka no atendía a clases regularmente y cuando iba dibujaba.
Otro estudiante de derecho, Hans Kelsen (1881-1973), que luego se transformaría en el padre del positivismo jurídico, tampoco asistía a clases en la Universidad de Viena. Le sucedía algo parecido a lo del escritor checo: se aburría. En su autobiografía señala que el motivo por el cual no asistía a clases es que toda la materia de la cátedra se encontraba en el manual que el profesor dictaba en el aula. Dice: “Rápidamente comprobé que mediante el estudio de su manual yo podía aprender en pocas semanas lo que él dictaba durante un entero semestre en un discurso poco atractivo”. El jurista se refiere en específico al Tratado de Instituciones del Derecho Romano de Karl Ritter von Czyhlarz. Frente a esta situación Kelsen, el jurista más influyente del siglo XX, se limita a leer novelas y obras de filosofía.
Finalmente, otro estudiante que a principios del siglo pasado se ausenta de clases y prefiere dar largos paseos por la Rambla de Catalunya es Josep Pla (1897-1981). En su diario, El quadern gris, nos informa de los pesares de estudiar derecho. Allí están sus pesadillas antes de los exámenes, los profesores aburridos en la tarima, los manuales eternos, las pocas inquietudes de sus compañeros y sus agudas reflexiones sobre el derecho. Al contrario que Kafka y Kelsen, Pla se explaya con lujo de detalles sobre lo que era estudiar derecho a principios de siglo. Sus anotaciones son relevantes para enlazar las experiencias de los tres. El 19 de junio de 1918 un molesto Pla describe un sueño dentro del cual suspende un examen por no saber decir de memoria el contenido de una lección. A propósito de ese sueño, los profesores, los libros, incluso el edificio de la Facultad y su mobiliario, le empiezan a dar una impresión de “angustia fría, de cosa forzada, incomprensible…”, como si no tuvieran vida y no guardaran relación con él. Molesto, anota en su diario: “A veces pienso que si los obreros, los comerciantes, los industriales, los payeses, los banqueros, fuesen en el trabajo, en la industria, en la banca, en la tierra, como los profesores de la universidad, todo quedaría detenido y parado. El mundo se detendría en seco”. Es curioso pensar que el mundo del derecho se encuentra detenido, congelado, paralizado. El derecho, esa disciplina que se entiende atenta a los cambios y a la vida, acá es visto como seco, muerto. Pla escruta a sus compañeros y ve que ellos piensan lo mismo: en la Facultad no hay nada que hacer. Me pregunto: ¿qué es esa cosa fría, muerta, detenida, del derecho? En el relato de Kafka a su padre el derecho aparece como algo ya molido, ya deglutido, serrín puro, masticado miles de veces. La imagen es sugerente: el serrín proviene de un árbol que ya ha prestado sus servicios al humano y el despojo de ese proceso es el serrín. De nuevo la concepción del derecho como algo muerto. ¿Se puede hacer algo contra eso? “No hay nada que hacer”, dice Pla y esto nos da una pista. ¿Por qué no hay nada que hacer en derecho? ¿Qué contienen los manuales que provoca hacer novillos? ¿Qué rol, entonces, tienen profesores y alumnos en el aula? No deja de ser llamativo (quizás es propio de la adolescencia) que la respuesta de los estudiantes Kafka, Kelsen y Pla sea la misma: salir a dar un paseo. Memorizando para su primer examen sobre “Historia del Derecho Romano”, Kafka mira por la venta y se desconcentra. Frente a él hay una chica que lo mira y él queda prendado. Afuera de su ventana corre la vida y él sale a su encuentro. Kelsen, por su parte, prefiere dar paseos por los bosques y beber “un buen vaso de cerveza en el restaurante Perkeo”, Pla deja entornada la puerta de su pensión en Barcelona y sale a empaparse de la noche catalana.
Habría que preguntarse si las metáforas del aserrín, de los manuales omnicomprensivos y el mundo detenido, todavía siguen operando.